lunes, 3 de agosto de 2009

La Dolce Italia, parte I


Coincidentalmente, el pasado fin de semana vi dos películas completamente distintas, pero con dos características en común: el período y l
a locación. Hoy hablaré de una de ellas, y mañana de la otra.

1. Para cualquiera que conozca un poco sobre historia del cine, La Dolce Vita (1960) no necesita introducción. Es considerada, junto con (1963), una de las obras maestras de Federico Fellini, posiblemente el más importante director de cine italiano a la fecha. En esta película su estilo ya estaba distanciado del neorrealismo italiano, aunque la imaginería que utiliza es más mesurada que en , esto no la hace menos poética e inolvidable.

La película trata sobre Marcello, un periodista interpretado por Marcello Mastroiani, que pasa la mayor parte de su tiempo deambulando por la vida nocturna de los círculos artísticos e intelectuales de Roma, en parte buscando información para escribir notas sobre celebridades, en parte porque más que periodista quiere ser escritor, y en parte porque no tiene nada mejor que hacer. Al parecer no disfruta mucho la compañía de su novia, y aunque habla de escribir un libro, nunca se le ve muy motivado para realmente hacerlo. Marcello es un personaje con dificultades para vivir su propia vida, por lo que, como reportero de chismes, opta por vivir como voyeur las vidas de los demás.


Aunque Marcello es un personaje insular, que deliberadamente evita mostrar sus emociones abiertamente, Fellini nos permite observar algunos momentos que nos ayudan a entender cómo terminó por ese camino. Particularmente emocional me parece la secuencia en la que se encuentra con su padre y van juntos a un cabaret. De manera sutil podemos ver la necesidad que Marcello tiene por ser aceptado por este, así como el padre, a pesar de querer a su hijo, es incapaz de acercarse a él emocionalmente. Detalles como éstos nos permiten entender un poco del miedo y dolor que siente el personaje por dentro, y nos ayudan a entender porqué ha optado por una vida vacía.

Fellini también hace una convincente labor de mostrarnos lo deslumbrante que esa “vida vacía” puede ser. El ejemplo más célebre es la escena con Anita Ekberg en la fuente de Trevi. La película ha dejado claro hasta ese punto que Sylvia (Ekberg) es una mujer tonta y vacía. Sin embargo, ningún hombre con sangre caliente en las venas negará lo irresistible que la mujer resulta en esa escena (permítanme comentar que la cinematografía, a cargo de Otello Martelli es uniformemente exquisita, pero que él y Fellini parecen tener un talento especial para fotografiar mujeres).

Por supuesto, cada secuencia graciosa, divertida o fascinante, se ve coronada con un final patético, triste o trágico, sacándonos de la fantasía que nos ofrecen la belleza, el glamour, o el fanatismo religioso, y regresándonos a la realidad. Desgraciadamente, Marcello es incapaz de percibir estas señales, y continúa hundiéndose en el espejismo de la dolce vita a que hace referencia el título para, al final, tomar un camino ya sin retorno. Sólo a pesar de estar rodeado de gente, habiendo comprometido sus ideales por completo (ha llegado al punto de escribir notas halagadoras al mejor postor), y empecinado con vivir en la fiesta perpetua, Marcello termina la cinta siendo –literal y metafóricamente- incapaz de percibir cualquier señal de esperanza.


Si por la descripción pudiera parecer que ésta es una cinta moralina o aleccionadora, es porque mis palabras no alcanzan a retratar la visión de Fellini, quien no juzga a su protagonista. Por el contrario, parece identificarse plenamente con él, y compartir su entusiasmo por el vacuo pero fascinante mundo en el que se mueve Marcello. La única –y trágica- diferencia es que Fellini tiene una perspectiva de la realidad superior a la de su personaje. Es posible percibir en Fellini un miedo a quedar atrapado en un mundo de glamour y placeres, pero su miedo ya indica un novel de conciencia del que Marcello carece.





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